Este miércoles 1 de mayo celebramos, como cada año, el Día del Trabajador; una efeméride de importancia a nivel mundial. Este día rinde un homenaje significativo a todos los trabajadores, reconociendo sus esfuerzos y dedicación.
Esta conmemoración global pone en primer plano la lucha continua por los derechos laborales y la dignidad en el lugar de trabajo, resaltando la importancia de las condiciones laborales justas.
Para comprender el origen de esta celebración, debemos retroceder hasta el 1 de mayo de 1886. En este día, trabajadores industriales de todas las fábricas de Chicago iniciaron una huelga. Su demanda era ser incluidos en la Ley Ingersoll, firmada por el presidente Andrew Johnson en 1868, que estipulaba una jornada laboral de 8 horas para los empleados públicos, excepto en casos de necesidad absoluta.
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Durante aquel tiempo, en Illinois (estado al que pertenece la ciudad de Chicago), la única regulación laboral para los trabajadores industriales era una que limitaba la jornada laboral a más de 18 horas. Según esta ley, si no existía una justificación válida para extender la jornada laboral y aun así se exigía al obrero trabajar más tiempo, el empleador debía pagar una multa de 25 dólares.
Esta huelga estuvo marcada desde sus inicios por la violencia entre los manifestantes y la Policía. Sin embargo, las víctimas no sólo eran los manifestantes, sino también los esquiroles que decidieron mantenerse al margen de las protestas. El 3 de mayo, se produjeron una serie de enfrentamientos entre los obreros industriales que se habían unido a la huelga y aquellos que no lo hicieron. Como resultado, esta batalla campal dejó seis muertos y varias decenas de heridos entre esquiroles, manifestantes y policías.
Tras ese fatídico día, un panfleto anarquista escrito en alemán, el Chicagoer Arbeiter-Zeitung, distribuyó 25.000 ejemplares de una proclamación que convocaba a todos los obreros industriales en la Plaza de Haymarket el 4 de mayo. El panfleto decía: “Ante el terror blanco, respondamos con terror rojo. Ayer, las mujeres y los hijos de los pobres lloraban a sus maridos y padres fusilados, mientras que en los palacios de los ricos se brindaba con vino costoso en honor a los bandidos del orden… ¡Secad vuestras lágrimas, los que sufrís! ¡Tened coraje, esclavos! ¡Levantaos!”.
Durante este día, que más tarde se conocería como “la masacre de Haymarket”, alguien oculto entre la multitud lanzó un artefacto explosivo contra un grupo de policías, matando a seis de ellos e hiriendo a otros sesenta. Este suceso desencadenó una ola de violencia descontrolada que culminó con la Policía disparando indiscriminadamente contra los manifestantes y la detención de muchos de ellos. En total, este enfrentamiento resultó en la muerte de 38 obreros y 115 heridos.
La respuesta de la sociedad y la prensa estadounidense a los sucesos en Chicago fue una condena vehemente al «movimiento obrero». Esta reacción permitió un juicio sin garantías contra los líderes de la manifestación, a pesar de que no se pudo demostrar que fueron ellos quienes lanzaron la bomba. El juicio comenzó el 21 de junio de 1886 con 31 acusados, de los cuales 8 fueron finalmente condenados. Las penas fueron variadas: un acusado recibió 15 años de trabajos forzados, dos de cadena perpetua y cinco fueron sentenciados a la horca.
El 11 de noviembre de 1887, solo cuatro de los condenados a muerte fueron ejecutados, ya que Louis Lingg se suicidó el día anterior. Sus nombres eran George Engel, Adolf Fischer (quien redactó el panfleto de Arbeiter-Zeitung), Albert Parsons y August Spies. Las últimas palabras de Spies resultaron proféticas: «La voz que vais a sofocar será más poderosa en el futuro que cuantas palabras pudiera yo decir ahora». De hecho, en el día de la ejecución, las calles de Chicago se vieron colapsadas por un desfile fúnebre en su honor, que reunió aproximadamente a 25.000 personas indignadas por los sucesos.